Llegó agotada del trabajo.
Soportar
el propio cuerpo con 38°C había sido una tarea agotadora. (Maldita oficina)
Así que cuando entró a la casa, terminó de cerrar la puerta y comprobó que estaba sola, empezó a cambiarle el humor.
Se
despojó de la ropa a los tirones como si sacara una venda pegada de una herida seca. Puso el tapón en la bañadera, abrió la canilla de agua fría, esparció unas gotas de esencia de
naranjas y esperó sentada en el borde, a que tomara vida su pequeño paraíso.
Mientras,
se miró en el espejo y fue tomando nota de las últimas arruguitas y las
diminutas pecas que le hacía brotar el sol en las mejillas y en los hombros.
También comprobó que todavía sus pechos no estaban nada
mal para los casi cuarenta años que llevaban con ella. Sonrió satisfecha y se metió en la bañadera rebosante y fresca.
Poco a
poco su cuerpo bajó de temperatura y casi empezó a sentir que se volvía más liviana.
-Es lógico-pensó. -Es siempre la misma
sensación, como cuando entraba a la pileta del club.
El
agua seguía corriendo y esa música, junto con los aleteos de los pájaros en las ramas del jazmín del patio, la fueron adormeciendo.
Soñaba que era una misma cosa
con el agua y se sentía feliz de ser parte del mundo mineral, vegetal, lejos del cemento
del piso y la fórmica del escritorio.
De
tanto en tanto entreabría los ojos y se encontraba con sus pies ya deshinchados bajo el
chorro de la canilla que seguía cantando. Pero en una de esas veces creyó ver a través de ellos la pared de la bañadera, como si se tornaran
transparentes.
Volvió a mirar, y vio -o mejor
dicho- ya no vio sus pies.
Asustada
sacó el
tapón
pensando que el agua tendría algo que la hacía alucinar o que le comía la piel como un ácido.
Pero
cuando el agua se empezó a ir, ella se fue con el agua.
Sintió desesperación, instintivamente quiso
asirse al borde de la bañadera pero ya no tenía manos para eso.
Lo más espantoso fue pasar por
los caños sucios y angostos que llegaban hasta el desagüe principal. Mientras los
atravesaba pensaba que se iba a asfixiar, pero en realidad su mente registraba
viejas sensaciones que ya nada tenían que ver con su nuevo estado.
Tomó más velocidad cuando entró al caño maestro, un remolino la
tironeaba para todos los extremos y prefirió no ver más y morir de una vez.
En eso
llegó la
calma y nuevamente el sonido de los pájaros, así que ahí supo que todo había sido parte del sueño.
Sin
embargo cuando abrió los ojos lo que encontró fue el cielo más celeste del mundo, las copas de los árboles meciéndose pesadamente y los pájaros sobrevolándola.
Sintió un cosquilleo de agujas y
se dio cuenta que era el zarandeo eléctrico de los peces que la atravesaban y allí tuvo la confirmación: ella ya era parte del
agua.
Era
parte del fondo del canal fangoso que la acariciaba con sus algas oscuras y
hasta parte del ir y venir del mar que la hermanaba a la distancia.
Se dejó llevar y mientras viajaba
en la corriente se sintió feliz como nunca antes, libre, plena, habitada por un mundo
infinito.
Río abajo siguió mirando el cielo y
sonriendo, o al menos eso era lo que creía que estaría haciendo si hubiera tenido su viejo cuerpo de mujer.
Río abajo, río abajo.