viernes, 11 de diciembre de 2015

Río abajo




Llegó agotada del trabajo.
Soportar el propio cuerpo con 38°C había sido una tarea agotadora. (Maldita oficina)
Así que cuando entró a la casa,  terminó de cerrar la puerta y comprobó que estaba sola, empezó a cambiarle el humor.
Se despojó de la ropa a los tirones como si sacara una venda pegada  de una herida seca. Puso el tapón en la bañadera, abrió la canilla de agua fría, esparció unas gotas de esencia de naranjas y esperó sentada en el borde, a que tomara vida su pequeño paraíso.
Mientras, se miró en el espejo y fue tomando nota de las últimas arruguitas y las diminutas pecas que le hacía brotar el sol en las mejillas y en los hombros.
También comprobó que todavía sus pechos no estaban nada mal para los casi cuarenta años que llevaban con ella. Sonrió satisfecha y se metió en la bañadera rebosante y fresca.
Poco a poco su cuerpo bajó de temperatura y casi empezó a sentir que se volvía más liviana.
-Es lógico-pensó. -Es siempre la misma sensación, como cuando entraba a la pileta del club.
El agua seguía corriendo y esa música, junto con los aleteos de los pájaros en las ramas del jazmín del patio, la fueron adormeciendo.
Soñaba que era una misma cosa con el agua y se sentía feliz de ser parte del mundo mineral, vegetal, lejos del cemento del piso y la fórmica del escritorio.
De tanto en tanto entreabría los ojos y se encontraba con sus pies ya deshinchados bajo el chorro de la canilla que seguía cantando. Pero en una de esas veces creyó ver a través de ellos la pared de la bañadera, como si se tornaran transparentes.
Volvió a mirar, y vio -o mejor dicho- ya no vio sus pies.
Asustada sacó el tapón pensando que el agua tendría algo que la hacía alucinar o que le comía la piel como un ácido.
Pero cuando el agua se empezó a ir, ella se fue con el agua.
Sintió desesperación, instintivamente quiso asirse al borde de la bañadera pero ya no tenía manos para eso.
Lo más espantoso fue pasar por los caños sucios y angostos que llegaban hasta el desagüe principal. Mientras los atravesaba pensaba que se iba a asfixiar, pero en realidad su mente registraba viejas sensaciones que ya nada tenían que ver con su nuevo estado.
Tomó más velocidad cuando entró al caño maestro, un remolino la tironeaba para todos los extremos y prefirió no ver más y morir de una vez.
En eso llegó la calma y nuevamente el sonido de los pájaros, así que ahí supo que todo había sido parte del sueño.
Sin embargo cuando abrió los ojos lo que encontró fue el cielo más celeste del mundo, las copas de los árboles meciéndose pesadamente y los pájaros sobrevolándola.
Sintió un cosquilleo de agujas y se dio cuenta que era el zarandeo eléctrico de los peces que la atravesaban y allí tuvo la confirmación: ella ya era parte del agua.
Era parte del fondo del canal fangoso que la acariciaba con sus algas oscuras y hasta parte del ir y venir del mar que la hermanaba a la distancia.
Se dejó llevar y mientras viajaba en la corriente se sintió feliz como nunca antes, libre, plena, habitada por un mundo infinito.
Río abajo siguió mirando el cielo y sonriendo, o al menos eso era lo que creía que estaría haciendo si hubiera tenido su viejo cuerpo de mujer.
Río abajo, río abajo.

















jueves, 26 de noviembre de 2015

La importancia de contar historias





El primer paso es arrojar el ovillo. Dejar que ruede y observar detenidamente.
En su alocado serpenteo el ovillo describe sinuosos trazos.
No hay que perderlos de vista, desatado el juego solo queda andar tras él sorprendiéndose a cada paso.
Y no hay porqué angustiarse, lejos de que el libre albedrío del hilo sea un desmadre, es un nacimiento, y en todo caso es un desmadre creativo.
A medida que el ovillo se desarma, se arma la historia.
Con cada centímetro de hebra que se afloja, aparecen los personajes. Saltan y cobran vida intempestivamente. Se entrecruzan en odios y amores.
Están los que rápidamente abandonan la empresa: son los personajes secundarios. En cambio, los principales, se aferran empecinados a las hebras y ningún giro les impide llegar al final de las dos o tres páginas o cien, según sea relato corto o novela.
Las circunstancias están provistas muchas veces por el rebote del ovillo contra alguna pata de algún mueble o pared divisoria.
La intervención de la escribiente-arrojante muchas veces es aleatoria en este momento de la creación. Más bien es una observante.
Pero sucede a veces que, arrojado el ovillo a su destino, recorre toda la casa desde el recibidor hasta el galpón de las porquerías y sin embargo la punta no se suelta.
Ninguna historia echa a rodar.
De nada servirá que el/la arrojante-escribiente tome una tijera y corte tramos de la hebra y luego arme con ellos algo parecido a una narración porque seguramente tendrá el aspecto de cosa deforme, cual criatura nacida de las manos y la ciencia loca del Dr. Frankenstein (¿hay que aclarar que no es el monstruo quien se llamaba Frankenstein?)
¡Qué espantoso es ver un ovillo agarrado contra sí mismo, egoísta, empoderado de fuerzas centrípetas que lo emparentan con la fuerza de gravedad que late desde el corazón del planeta!
Una siente ganas de patear el ovillo hasta abollarlo y desteñirlo completamente, pero después de unos segundos de reflexión, una sabe que matará a todas las criaturas maravillosas que lo habitan, a todos los paisajes desplegables, a toda la música de los cuentos. A las noches de madres, padres, abuelas y chamanes que han hipnotizado desde el principio al resto de la tribu con sus palabras.
No, no se puede.
Hay que dejar al ovillo que quiera soltase solito, que quiera compartir lo que le sucede, que quiera liberar la fiesta.
Porque sin historias no hay mundo. No hay amores. No hay risas. No hay llantos prestados para poder purgar el propio.
Porque sin historias no hay amaneceres en donde creer que todo puede transformarse.
Porque sin historias no hay pasión, no hay abrazos alrededor del fuego, no hay recuerdos en los cuales acostarse a dormir tranquilos o aprender a partir de lo que ha sido hecho, dicho, vivido.
Porque sin historias, no hay historia.
De repente, el ovillo se zambulle en su empresa y una nena de unos cinco años atraviesa el portal junto a su bisabuela:

“Mientras esté ahí, escondida detrás del sillón apelmazado. Apenas moviéndose, acomodando las rodillas, tratando de no hacer ruido…
Ya dijo la bisabuela que para contar la historia había que asegurarse de que no estuvieran las nenas cerca. Que eso no es algo que deben escuchar. Por eso ella está bien quietita, para que la Bicha(vuela) no se preocupe por ella.
La historia de aquellas indias, es espeluznante…”
                             

A propósito: si ve rodar por ahí un ovillo no lo pise, déjelo seguir nomás. Gracias.                                        


Imagen: Narges Hasmik Mohammadi