El primer paso
es arrojar el ovillo. Dejar que ruede y observar detenidamente.
En su alocado
serpenteo el ovillo describe sinuosos trazos.
No hay que
perderlos de vista, desatado el juego solo queda andar tras él sorprendiéndose
a cada paso.
Y no hay porqué
angustiarse, lejos de que el libre albedrío del hilo sea un desmadre, es un
nacimiento, y en todo caso es un desmadre creativo.
A medida que el
ovillo se desarma, se arma la historia.
Con cada centímetro
de hebra que se afloja, aparecen los personajes. Saltan y cobran vida intempestivamente.
Se entrecruzan en odios y amores.
Están los que rápidamente
abandonan la empresa: son los personajes secundarios. En cambio, los
principales, se aferran empecinados a las hebras y ningún giro les impide
llegar al final de las dos o tres páginas o cien, según sea relato corto o
novela.
Las circunstancias
están provistas muchas veces por el rebote del ovillo contra alguna pata de
algún mueble o pared divisoria.
La intervención
de la escribiente-arrojante muchas veces es aleatoria en este momento de la
creación. Más bien es una observante.
Pero sucede a
veces que, arrojado el ovillo a su destino, recorre toda la casa desde el
recibidor hasta el galpón de las porquerías y sin embargo la punta no se
suelta.
Ninguna historia echa a rodar.
De nada servirá
que el/la arrojante-escribiente tome una tijera y corte tramos de la hebra y
luego arme con ellos algo parecido a una narración porque seguramente tendrá el
aspecto de cosa deforme, cual criatura nacida de las manos y la ciencia
loca del Dr. Frankenstein (¿hay que aclarar que no es el monstruo quien se
llamaba Frankenstein?)
¡Qué espantoso
es ver un ovillo agarrado contra sí mismo, egoísta, empoderado de fuerzas centrípetas
que lo emparentan con la fuerza de gravedad que late desde el corazón del
planeta!
Una siente
ganas de patear el ovillo hasta abollarlo y desteñirlo completamente, pero después
de unos segundos de reflexión, una sabe que matará a todas las criaturas
maravillosas que lo habitan, a todos los paisajes desplegables, a toda la música
de los cuentos. A las noches de madres, padres, abuelas y chamanes que han
hipnotizado desde el principio al resto de la tribu con sus palabras.
No, no se
puede.
Hay que dejar
al ovillo que quiera soltase solito, que quiera compartir lo que le sucede, que
quiera liberar la fiesta.
Porque sin
historias no hay mundo. No hay amores. No hay risas. No hay llantos prestados
para poder purgar el propio.
Porque sin
historias no hay amaneceres en donde creer que todo puede transformarse.
Porque sin
historias no hay pasión, no hay abrazos alrededor del fuego, no hay recuerdos
en los cuales acostarse a dormir tranquilos o aprender a partir de lo que ha
sido hecho, dicho, vivido.
Porque sin
historias, no hay historia.
De repente, el
ovillo se zambulle en su empresa y una nena de unos cinco años atraviesa el
portal junto a su bisabuela:
“Mientras esté ahí, escondida detrás del
sillón apelmazado. Apenas moviéndose, acomodando las rodillas, tratando de no
hacer ruido…
Ya dijo la bisabuela que para contar la
historia había que asegurarse de que no estuvieran las nenas cerca. Que eso no
es algo que deben escuchar. Por eso ella está bien quietita, para que la
Bicha(vuela) no se preocupe por ella.
La historia de aquellas indias, es espeluznante…”
A propósito: si ve rodar por ahí un ovillo no lo pise, déjelo seguir nomás. Gracias.
Imagen: Narges Hasmik Mohammadi
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