jueves, 26 de noviembre de 2015

La importancia de contar historias





El primer paso es arrojar el ovillo. Dejar que ruede y observar detenidamente.
En su alocado serpenteo el ovillo describe sinuosos trazos.
No hay que perderlos de vista, desatado el juego solo queda andar tras él sorprendiéndose a cada paso.
Y no hay porqué angustiarse, lejos de que el libre albedrío del hilo sea un desmadre, es un nacimiento, y en todo caso es un desmadre creativo.
A medida que el ovillo se desarma, se arma la historia.
Con cada centímetro de hebra que se afloja, aparecen los personajes. Saltan y cobran vida intempestivamente. Se entrecruzan en odios y amores.
Están los que rápidamente abandonan la empresa: son los personajes secundarios. En cambio, los principales, se aferran empecinados a las hebras y ningún giro les impide llegar al final de las dos o tres páginas o cien, según sea relato corto o novela.
Las circunstancias están provistas muchas veces por el rebote del ovillo contra alguna pata de algún mueble o pared divisoria.
La intervención de la escribiente-arrojante muchas veces es aleatoria en este momento de la creación. Más bien es una observante.
Pero sucede a veces que, arrojado el ovillo a su destino, recorre toda la casa desde el recibidor hasta el galpón de las porquerías y sin embargo la punta no se suelta.
Ninguna historia echa a rodar.
De nada servirá que el/la arrojante-escribiente tome una tijera y corte tramos de la hebra y luego arme con ellos algo parecido a una narración porque seguramente tendrá el aspecto de cosa deforme, cual criatura nacida de las manos y la ciencia loca del Dr. Frankenstein (¿hay que aclarar que no es el monstruo quien se llamaba Frankenstein?)
¡Qué espantoso es ver un ovillo agarrado contra sí mismo, egoísta, empoderado de fuerzas centrípetas que lo emparentan con la fuerza de gravedad que late desde el corazón del planeta!
Una siente ganas de patear el ovillo hasta abollarlo y desteñirlo completamente, pero después de unos segundos de reflexión, una sabe que matará a todas las criaturas maravillosas que lo habitan, a todos los paisajes desplegables, a toda la música de los cuentos. A las noches de madres, padres, abuelas y chamanes que han hipnotizado desde el principio al resto de la tribu con sus palabras.
No, no se puede.
Hay que dejar al ovillo que quiera soltase solito, que quiera compartir lo que le sucede, que quiera liberar la fiesta.
Porque sin historias no hay mundo. No hay amores. No hay risas. No hay llantos prestados para poder purgar el propio.
Porque sin historias no hay amaneceres en donde creer que todo puede transformarse.
Porque sin historias no hay pasión, no hay abrazos alrededor del fuego, no hay recuerdos en los cuales acostarse a dormir tranquilos o aprender a partir de lo que ha sido hecho, dicho, vivido.
Porque sin historias, no hay historia.
De repente, el ovillo se zambulle en su empresa y una nena de unos cinco años atraviesa el portal junto a su bisabuela:

“Mientras esté ahí, escondida detrás del sillón apelmazado. Apenas moviéndose, acomodando las rodillas, tratando de no hacer ruido…
Ya dijo la bisabuela que para contar la historia había que asegurarse de que no estuvieran las nenas cerca. Que eso no es algo que deben escuchar. Por eso ella está bien quietita, para que la Bicha(vuela) no se preocupe por ella.
La historia de aquellas indias, es espeluznante…”
                             

A propósito: si ve rodar por ahí un ovillo no lo pise, déjelo seguir nomás. Gracias.                                        


Imagen: Narges Hasmik Mohammadi

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